-¿Qué es ser católica para vos?-le pregunté el viernes.

Todo. O casi todo. Recibí todos los sacramentos, voy a misa los domingos, tomo la comunión, mis cuatro hijos van a colegio católico. Estudié desde el jardín de infantes hasta quinto año en colegio católico. Dios siempre fue una presencia en mi vida y en la de los míos. Me cuesta imaginar la vida sin él. Por eso entiendo a las mujeres que marchan con el bebote de papel maché en contra de la legalización del aborto. Hasta hace unos años, antes de empezar mi práctica privada, hubiera marchado con ellas.

 

En medio de tantas discusiones, palabras, consignas y experiencias que circularon en los últimos meses alrededor de la discusión sobre la despenalización del aborto, el testimonio inesperado de Cecilia Ousset ocupó un lugar central en la última semana. Ousset es tocoginecóloga -«de las buenas», ironiza- y relató en las redes sociales las experiencias que la transformaron de una militante en contra del aborto a una convencida de que es hora de despenalizarlo. En los primeros años de su carrera, trabajó en el Hospital Lagomaggiore, que es la maternidad más grande de Cuyo.

«Yo me siento muy avergonzada de lo que hice allí. Por eso me siento obligada a hablar. Sinceramente, creo que he pecado por la manera en que trataba a las mujeres que llegaban desangrándose a la guardia del hospital. En su mayoría, eran mujeres jóvenes y pobres, algunas de ellas con varios hijos, que en su desesperación se practicaban abortos con cualquier inexperto. Llegaban y mentían, porque sabían que era un delito. Nosotros las tratábamos como delincuentes. Llamábamos a la policía. He visto mujeres moribundas que eran interrogadas para que digan quién les había realizado el aborto en los últimos minutos de su vida. En lugar de entender, nosotros juzgábamos. Y eran muchas. Yo he realizado hasta 18 legrados en una sola guardia. Esas chicas llegaban muchas veces con el intestino o el útero destrozados. Visto desde aquí, me parece todo dantesco, una pesadilla que sigue ocurriendo».

Ousset tiene hoy 42 años. Ejerce la medicina hace dos décadas. El proceso que transformó su punto de vista duró años. «En la práctica privada, el tema del aborto aparece en el consultorio. Le pasa a todos los colegas. Vienen chicas de clase media y piden ayuda ‘porque si mi mamá se entera me mata’, ‘porque no voy a poder seguir estudiando’. Y lo peor de todo es que yo no las trataba como a las mujeres del hospital público. Las escuchaba, trataba de convencerlas de que no lo hicieran. Y luego ellas lo hacían igual en otro lado. Algunas eran hijas de amigos o conocidos míos. La diferencia entre unas y otras es atroz e injusta. Pero eso me incluía a mí. Yo no las denunciaba, no las criminalizaba. A la larga, todo lo que viví, hizo crisis. No podía no ver lo que yo había hecho».

-Hablaste con tus amigas o conocidas que militan contra la despenalización del aborto?

-No sé si tiene sentido. Cada persona debe hacer su proceso. Yo las entiendo porque fui una de ellas. La Iglesia te forma, te moldea de tal manera que es muy difícil salirse de ese lugar sin sentir una terrible culpa. Por eso: es un proceso personal, lento y muchas veces imposible. A mí me pasó que en un momento sentí que estaba yendo justamente contra los principios de Jesús, que era tan piadoso con los débiles, con las prostitutas. Sentí que, en función de lo que me habían enseñado en la Iglesia, me había deshumanizado, y había abandonado los verdaderos principios cristianos. Yo escucho que dicen que defienden dos vidas cuando, en realidad, la criminalización muchas veces produce dos muertes.

-O sea que te seguís sintiendo parte de la Iglesia…

-Sí, claro. Pero en este tema pienso distinto.

-¿Y se puede combinar las dos cosas?

-Yo creo que sí. Hay mucha gente que piensa distinto. Igual, me da pena ver que hacen rezar a los chicos en las escuelas para que no se apruebe la legalización. Yo a los míos les explico lo que pienso.

-¿Y qué crees que votaría el miércoles Jesús si fuera diputado?

-Jesús era un hombre que caminaba con su pueblo. Seguro que conoció que se hacían abortos. Es algo que existe desde siempre. Jamás hubiera encarcelado o perseguido a esas mujeres. Seguro que hubiera votado por la legalización.

El miércoles que viene la Cámara de Diputados de la Nación decidirá si le da media sanción al proyecto de legalización del aborto. Un sector de la sociedad, motorizado claramente por la jerarquía de la Iglesia Católica, ha sostenido que la despenalización implica el asesinato de bebés por nacer. A lo largo de todo el debate no ha ofrecido ningún dato concreto para sostener que el sistema actual evita muertes de mujeres o abortos.

En cambio, las principales autoridades sanitarias del país se esforzaron por argumentar quela despenalización no solo ahorra sufrimiento a las mujeres que abortan sino que, en algunos países, ha logrado reducir la cantidad de abortos. O sea: mueren menos mujeres, y menos «bebés por nacer».

Así lo ha sostenido Adolfo Rubinstein, el actual ministro de Salud de Mauricio Macri, pero también Daniel Gollán y Graciela Ocaña, que fueron ministros de Cristina Kirchner, y Ginés González García, que ocupó el mismo cargo durante las presidencias de Eduardo Duhalde y Nestor Kirchner. Hay una extensa tradición médica en ese sentido, expresada entre otros por René Favaloro, en un reportaje que se puede encontrar fácilmente en las redes sociales.

La idea de que ser católico obliga a votar contra la despenalización pertenece a la jerarquía católica, que se ha opuesto sistemáticamente a la ley de divorcio vincular, al matrimonio igualitario, a la eutanasia, a la distribución de preservativos para prevenir el SIDA, a la educación sexual integral y, hasta hace muy poco tiempo, a la investigación de casos de abuso sexual contra niños por parte de sacerdotes, tema sobre el cual los obispos aún titubean.

En todas las épocas ha existido gente que ha querido imponer a otras personas que vivan infelices con quienes no aman, o que no se cuiden la salud, o que deban convivir durante décadas con una enfermedad que los tortura de dolor, o que deban rechazar su inclinación sexual o el amor de sus vidas, o finjan una identidad sexual que no es la propia: para acceder al cielo después de la muerte parece que es necesario tolerar el infierno durante la vida. En ese sentido, tiene cierta lógica que cuadros de esa organización, como la vicepresidenta Gabriela Michetti, el ex ministro Esteban Bullrich o la líder de la Coalición Cívica, Elisa Carrió, obedezcan esos criterios.

Mientras tanto, en los últimos siglos, la civilización occidental ha dado grandes pasos hacia el laicismo, es decir, hacia sociedades donde quien quiera cumplir esos preceptos puede hacerlo, pero quien prefiera hacer su vida sin obedecer a un obispo, también tenga ese derecho. Y así como ocurrió con el divorcio vincular o con el matrimonio igualitario, hay una creciente rebelión de creyentes en contra de la crueldad que implica perseguir con la cárcel a mujeres que se debería contener y guiar.

El último ejemplo de libertad lo dio el diputado mendocino José Luis Ramón. Así argumentó:

«Si bien provengo de una familia Católica, Apostólica y Romana y estoy en contra del aborto por mis convicciones personales, mis obligaciones públicas como diputado me han llevado a reflexionar. ¿Cuál es mi diagnóstico? He recorrido los más disímiles casos de embarazos no deseados y en cada uno, salvo respetables excepciones, nadie quiere el aborto como tal. Pero también es cierto que quienes no son abortistas nunca quisieron educación sexual en las escuelas. Eso es un grave error. Porque a partir de una correcta educación sexual se podrían prevenir miles de embarazos no deseados. En este contexto, debemos hablar de justicia social, porque hay una realidad respecto de a las mujeres que abortan y que persiste en el tiempo. Por un lado, están aquellas que pueden pagarlo y acceden a un aborto clandestino dentro del sistema sanitario que, si bien cumple con algunas condiciones sanitarias, no brinda una contención integral, sino que solo percibe un fin lucrativo. Por otro lado, se criminaliza a las mujeres con menores recursos económicos que acceden a prácticas inseguras en las que pueden perder la salud e incluso la vida».

Junto con Ramón, hay al menos dos decenas de diputados nacionales que juraron por los Santos Evangelios y votarán el miércoles por la legalización del aborto. Así ocurrió hace pocos días en Irlanda, donde fue el propio partido Demócrata Cristiano el que impulsó la legalización en un plebiscito donde esta triunfó por una mayoría abrumadora.

Como se ve, hay muchas maneras de ser católico, no solo la que proponen Hector Aguer y Jorge Bergoglio. Son muchos los creyentes que, como Cecilia Ousset, creen que, tal vez, Jesús no hubiera votado como ellos lo ordenan.